Efemérides [Colección Bernardino Sánchez]
Durante los años de la Guerra Civil (1936-1939)
las Fuerzas Militares Aéreas, al mando del general Kindelan, instalan en
Peñaranda de Bracamonte cuatro almacenes de explosivos localizados en el muelle
de la estación de Ferrocarriles del Oeste de España, en el Convento de San
Francisco, en “La Poza” y en la ronda de los Lagares.
Varias son las causas que contribuyen al
emplazamiento de éstos en Peñaranda. Esta localidad, como toda la provincia de
Salamanca, se adhiere desde el principio al Alzamiento Militar iniciado en
España el 18 de julio de 1936; es una zona poco conflictiva, alejada de los
frentes bélicos, y además próxima a la capital de la provincia, donde se
establece el Cuartel General de Franco hasta su traslado a Burgos, a finales de
1937.
Estos factores, tranquilidad y buena comunicación,
la convierten en un importante enclave estratégico para el almacenamiento y
distribución de material bélico empleado por la aviación en Madrid y en el
frente norte. Por otra parte, esta ciudad salmantina ofrece la infraestructura
necesaria para cubrir las necesidades de hospedaje y mantenimiento del personal
militar encargado de la vigilancia de los explosivos y del aeropuerto,
destacando la presencia de miembros de la Legión Cóndor, cuerpo de élite del
ejército alemán. En la década de los años treinta, están registradas en el
casco urbano de Peñaranda varias fábricas de harina y calzado, siendo la más
importante por el número de obreros empleados, en torno a la centena, la
Industria del Caucho de Teodoro Jiménez Hernández.
Como cabecera de partido judicial, es también
centro de servicios a nivel comarcal (Juzgado de Primera Instancia, cárcel,
cuartel de la Guardia Civil, Centro Secundario de Salud...) y mercado semanal,
donde se comercializa la producción agropecuaria de la zona al tiempo que se
realizan las compras y operaciones bancarias.
Esta fluida actividad se mantiene prácticamente
inalterada a lo largo de la Guerra. Pero precisamente cuando ésta ya ha
finalizado, Peñaranda vive en un solo día el horror de la destrucción de todo
el pueblo.
Los peñarandinos recuerdan lo que sucedió aquel 9
de julio de 1939, algunos lo vivieron, los demás lo han oído una y otra vez.
Era domingo, un domingo extraordinariamente
caluroso, la mayoría se preparaba para asistir a misa de doce, en el parque
cercano a la estación de ferrocarril se reunían los jóvenes, algunos
trabajaban...Poco después de las once, un tren de mercancías procedente de
Extremadura, con un vagón de pasajeros, llegaba al muelle de la estación. A las
once y veinte, una nube negra cubrió el cielo de Peñaranda. El desconcierto era
absoluto, la guerra vivida hizo pensar en un bombardeo, pero pronto se supo que
el polvorín más próximo a la estación había explosionado. El estruendo se oyó
en los pueblos de alrededor y la columna de humo se veía desde la capital Salamanca, a 39
kilómetros de Peñaranda de Bracamonte.
—Vamos levanta. —Dionisio estaba durmiendo plácidamente y pego un brinco, a
padre no se le hacía esperar. —Son casi las tres de la mañana y hay que ir a
regar y dar de comer a los animales. Como hoy es jueves tenemos que ir a
Peñaranda al mercado.
Dionisio se levanta, se lava los ojos, se peina,
se pone los pantalones, la camisa y sale disparado aunque solo hace dos horas
que se ha metido a la cama, venia del portalón de Máximo donde se pusieron a
cantar y les dio las doce de la noche.
Tiene que preparar el carro, poner al jamelgo las
correas y cargar las cajas de verdura, lechugas, tomates, pepinos, patatas,
cebollas y las últimas trenzas de ajos, después subirse al carro y esperar a
padre.
Francisco, venía con un hatillo donde llevaba pan,
queso y una bota de vino para el camino. La primera hora estuvieron en
silencio, solo se oían las pisadas del jamelgo por la carretera, habían dejado
a la derecha el camino a la cantera donde su amigo Eleuterio estaría durmiendo
y a la izquierda el camino hacia Villar de Gallimazo donde estaba la estación.
En el cielo salía una luna entre las nubes, no se veía bien.
—Padre, te diste cuenta el otro día que pasaron muchos camiones del
ejército hacia Peñaranda.
—Sí, lo vi y me dio mala espina. Ya nos dirán que va a pasar. Los señoritos
de la capital siempre están pegándose por tonterías y luego lo pagamos nosotros
y nuestros hijos. Por cierto, cuando volvamos esconde bien la mitad de los
sacos de trigo que tenemos en el pajar, no me gusta tanto camión.
—No me asuste padre, ¿Qué nos puede pasar?
—Que nos lo vengan a requisar los del Fisco para que puedan comer los
soldados. ¿Te parece poco?
—Así por las buenas. —dice Dionisio.
—Y por las malas también.
—Padre, ¿venderemos mucho?
—Casi siempre es lo mismo, sacaremos unos cuantos duros, que nos vendrán
bien.
— ¡Padre, como conociste a madre!
—Anda chaval, pregúntaselo a ella, seguro que se acuerda. Le contesto
Francisco riéndose y dándole un pescozón.
Estuvieron un rato en silencio, cada uno pensando
en sus cosas.
—Era una buena moza, la conocí en una fiesta de Villoría. —Comenzó hablando
Francisco.
—En Villoría, donde los tíos. —pregunta Dionisio.
—Sí, no me cortes. Todo comenzó en dos pueblos cercanos, por un lado los
padres de tu madre Agustina y Ricardo se conocieron en Zapardiel (Ávila) y
tuvieron a Josefa y luego a tu madre Timotea. Por otro lado están mis padres
Tecla y José que se conocieron en Villoría como sabes, y me tuvieron a mí y a
los tíos: Jerónimo, Víctor, Ángel, Vicente y Eugenia, estamos hablando sobre el
año 1.885.
Josefa, tu tía, se casó muy joven y tuvo un hijo
llamado Herminio, pero tuvo la mala suerte de enviudar a los pocos años de
nacer el niño. A su marido le entraron unas fiebres y se murió, y esto paso
antes de que Timotea, tu madre, se casara.
Timotea no salía mucho del pueblo y casi siempre
iba con su hermana Josefa. En una fiesta de Villoría conoció a Francisco y se
hicieron novios.
En esos paseos que hacían los tres, un día les
acompaño Víctor hermano de Francisco y fue donde se conocieron Josefa y Víctor
y también se hicieron novios. Luego se casaron dos hermanos con dos hermanas.
Dejaron de hablar pues se acercaban a Peñaranda,
pasaban al lado del Convento de las Madres Carmelitas tenían que llegar hasta
el mercado por la calle del Carmen, donde estaba el restaurante de “La cabaña”
y buscar un buen sitio en la plaza dándose prisa para descargar el carro.
Era tarde, al mediodía comenzaron a recoger las
cajas, casi habían vendido todo, les quedaba un manojo de acelgas.
—Hijo, dame esas acelgas, le dijo una señora mayor, que estaba haciendo a
última hora la compra.
—Son dos reales, por ser las últimas se las regalo.
—Gracias, que Dios te lo page.
Siempre se acercaban al bar “Las Cabañas” pues
allí se acercaba Dionisio por la tarde a cantar. Allí estaba Carmen la hija del
posadero que siempre les servía bastantes torreznos con buen vino.
La vuelta fue bastante silenciosa, el animal sabía el camino y ellos
estaban cansados. El peligro estaba en los camiones del ejército, pues
alcanzaban sus sesenta kilómetros por hora y no se paraban por nada. Iban
siempre llenos de soldados.
Nada más subirse al carro, que volvía vacío, comenzaron las preguntas.
-Y como se conocieron ellos
Continuara…
Cuando
cazo la nutria, antes o después de casarse.
Siempre
le había gustado la caza, pero ese día fue maravilloso, como todos los sábados
se levantaba de madrugada, desayuna un tazón de leche con pan que dejaba flotar
y le echaba un trozo de manteca. Era un momento tranquilo pues aún no se había
levantado nadie, la cocina mantenía el calor y se estaba a gusto. Dionisio bajo
para ir por la huerta pero le dio la intuición de acercarse al rio, ese día
estaba animado pues los pajarillos cantaban y vio incluso meterse unos conejos
en la casa de abajo. Reviso la escopeta, era la de siempre, se conocían desde
hace muchos años eran viejos amigos. Cuando salía algún animal, solamente tenía
que colocársela y ya por instinto disparaba y casi siempre daba en la pieza,
que podía ser una perdiz, codorniz, liebre, conejo y lo que se pusiera a su
alcance. Ese día se acercó al río pues oía ruidos que no los hacia el arroyo.
Despacio, muy despacio se fue acercando entre
las hierbas con la escopeta preparada. Estuvo un rato escuchando en el remanso
que formaba el arroyo, estaba en máxima tensión pues no sabía que podía salir
de allí. Estuvo así un tiempo que le pareció una eternidad cuando de repente a
la derecha, entre los matojos salió, estaría a unos quince metros. Era enorme,
negro y mucho bigote. No se le veía del todo, solo sacaba la cabeza como para
saber si podía salir o no. Dionisio ni se movió, mirándolo de lado al principio
pensó que era una rata pero luego por los movimientos se dio cuenta de que era
una nutria o algo parecido. Comenzó a sudar, no quería perderla pero tenía que
esperar su momento. La nutria no se atrevía a salir de su madriguera, olfateaba
el aire y algo había que no la convencía, después de mucho esperar se decidió a
salir. Cuando saco medio cuerpo se oyeron dos disparos seguidos. Dionisio se
quedó mirándola atónito. Era enorme y para no estropearla había intentado darle
en la cabeza y lo había conseguido en el segundo disparo. No era fácil pues
estaba lejos y entre matorrales. Estuvo esperando aun un buen rato mientras
recargaba la escopeta, por si había algún otro ejemplar por allí y estaba ese
solo. Al final fue a recobrar su pieza, era una hembra de nutria negra. Tenía
la cabeza destrozada y allí mismo se puso a limpiarla y quitarle las tripas. La
piel era suave, caliente.
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